Como es de sobra conocido, mis últimos trece años de carrera profesional han transcurrido en el Banco de España, ejerciendo las labores de Director General de Regulación Bancaria. Este hecho, unido a la búsqueda de nuevos horizontes profesionales, me ha permitido reflexionar sobre lo mucho que ha cambiado la visión del sistema financiero en esos trece años. O, dicho de manera más prosaica, no hay nada como hacer una mudanza, tras trece años acumulando papeles, para darse cuenta de los cambios experimentados por el mundo.
En efecto, esos primeros años del siglo XXI son los años de la Gramm-Leach-Bliley, que eliminó la separación entre Banca Universal y Banca de Inversión en los Estados Unidos, y también los años del desarrollo de las técnicas de gestión del riesgo financiero (favorecidas por la creciente capacidad computacional puesta a disposición del control del riesgo). En esos primeros años del siglo XXI, el modelo bancario que se veía como hegemónico fue el llamado “originar para distribuir”, esto es, los bancos generaban riesgo de crédito, que luego trasladaban a los inversores finales mediante complejas estructuras de titulización. Fueron años en los que también se dieron avisos sobre los peligros asociados a esos desarrollos: pensemos, por ejemplo, en la caída del Hedge Fund Long Term Capital Management. Pero el éxito de las autoridades, en este caso de la New York Fed, en contener la crisis sin contagio probablemente exacerbó una falsa sensación de seguridad.
La banca española no participó de ese modelo de originar para distribuir, ya que continuó siendo fiel a su modelo de “buy and hold”, es decir, de asumir el riesgo de crédito sin transferirlo a terceros. Eran bancos grandes, sofisticados, internacionales en algunos casos, pero seguían siendo bancos de “Main Street” (por contraposición a “Wall Street”), centrados en la banca comercial tradicional, en la provisión de servicios a sus clientes, en la transformación de plazos (esto es, en captar pasivos a corto para prestarlos de manera rentable y segura en el largo plazo). En aquellos momentos, parecía que uno debía disculparse con sus colegas internacionales por tener unos bancos tan tradicionales y poco complejos. En pocos años, incluso meses, se demostró la fragilidad, mejor dicho, la imposibilidad de sostener el modelo de originar para distribuir y la robustez del modelo tradicional de banca centrada en el cliente.
No es este el lugar para reflexionar sobre la crisis, sus causas y sus consecuencias, baste decir que esa alegría inicial de no haber seguido los cantos de sirena y de haber sido fieles al negocio bancario tradicional duró poco. En concreto, el estallido de la burbuja inmobiliaria, junto con las deficiencias en la gestión del riesgo de algunas entidades con modelos de gobierno corporativo singulares y, por qué no decirlo, arcaicos, provocó no sólo que los bancos tuvieran que hacer frente a una situación cíclica sin precedentes, con un “double dip” o doble recesión nunca vista en nuestra economía, sino que además las entidades viables tuvieran que aportar recursos al saneamiento de una parte profundamente dañada del sistema financiero. Y han logrado, no sin un esfuerzo considerable, sanear sus balances, reforzar su capital, mantener un modelo de negocio rentable (a pesar del entorno de bajos tipos de interés) y apoyar el saneamiento de otras partes del sistema. Y todo ello al mismo tiempo y con una economía en recesión. En esos años de plomo, y a diferencia de lo que ha ocurrido en prácticamente todos los países de nuestro entorno, los bancos sanos han sido un factor de estabilidad, gracias a su modelo de banca al servicio del cliente.
José María Roldán, presidente de la Asociación Española de Banca