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EL CONFIDENCIAL

El eje del sur

Europa chinchetas

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La pandemia ha cambiado en gran medida nuestras vidas. Apenas hace unas semanas realicé un viaje de trabajo, el primero que hacía desde febrero de 2020. La fortuna quiso que esa primera reunión post pandémica tuviera lugar en Roma, en el contexto de la conferencia anual que organiza Febaf, la federación italiana de asociaciones de banca, valores y seguros. Aunque el tiempo no acompañó (comprobé que en Roma llueve poco, pero que cuando lo hace, las calles se convierten en ríos), fue gratificante volver a conectar con esa historia común que compartimos con los italianos y que abarca más de dos mil años.

Es importante salir de nuestras fronteras, volver a dialogar, abandonar ese síndrome de la cueva que no sólo atenaza a las personas, sino también a los países, y buscar nuevas alianzas, equilibrios y puntos en común. Y es importante porque el mundo ha cambiado desde la pandemia, y no sólo por la pandemia. Hechos como el Brexit o el giro registrado por la política comercial estadounidense, no corregido por la Administración Biden, parece que han llegado para quedarse, y obligan a todos los países, pero sobre todo a los de la Unión Europea, a reposicionarse en el contexto internacional y también a encontrar nuevos equilibrios internos.

En este contexto del viaje a Roma, me viene a la cabeza una pregunta para la que no tengo una respuesta sencilla: ¿por qué España e Italia no han logrado mantener una relación de cooperación más estrecha en el ámbito no sólo de la Unión Europea, sino también a escala global? No podemos obviar los lazos históricos entre los dos países: la lengua, el derecho, unos valores (como la importancia de la familia y la amistad), un estilo de vida que es la envidia del mundo entero, etc. Pero más allá de estos tópicos, lo cierto es que el entendimiento entre españoles e italianos emerge de manera natural, como he podido comprobar a lo largo de mi carrera profesional, que ha tenido un claro sesgo internacional.

Y, sin embargo, España e Italia, a pesar de ser aliados naturales, se contraponen más de lo que cabe esperar y desear. Casi todos los españoles que nos hemos movido por ambientes internacionales nos hemos topado más de una vez con alguna trapacería de algún colega italiano, mucho más ducho en el uso de la daga en la distancia corta, mientras que los españoles nos despistábamos peleándonos entre nosotros, que todo hay que decirlo.

¿Por qué esa falta de unión? El primer elemento es una percepción, profundamente errónea, de que entre los dos países se da un juego de suma cero, de manera que, si uno de los dos aumenta su influencia internacional, es a costa de que el segundo la pierda. Esta idea no resiste un mínimo análisis. Nadie se plantea en el eje francoalemán que, si Francia acrecentase su peso internacional, Alemania lo perdería. Probablemente, esa visión derrotista nace de una especie de complejo de inferioridad de España e Italia respecto a sus vecinos del Norte.

Parece que nuestros dos países tuvieran que hacerse perdonar el hecho de haber formado parte del euro desde el primer momento. Y más bien es lo contrario: a finales de los noventa España e Italia tenían muy complicado integrar el grupo de los países fundadores de la Unión Monetaria, si bien el empeño combinado de ambas naciones demostró palmariamente su capacidad para aunar esfuerzos en pos de un objetivo cuando las circunstancias así lo exigen.

A este respecto, conviene recordar que, en los años previos a la puesta en marcha del euro, la posición dominante en Europa era que la moneda única debía implantarse en dos velocidades. El primer grupo estaría integrado por Francia y Alemania junto con unos cuantos países satélites y en el segundo grupo se incluirían España e Italia, que todavía deberían demostrar su ortodoxia después de haber sido condenados a unos años de penitencia adicional fuera del euro. Pero España e Italia decidieron rebelarse ante esta estrategia -errónea por completo- de modo que, en la cumbre bilateral celebrada en Valencia en septiembre de 1996, anunciaron su intención de cumplir con todos los requisitos exigidos para ser parte de los fundadores del euro. Y, si se me permite decirlo, España fue la que convenció a Italia de que el camino a seguir era el de luchar y no rendirse.

No obstante, la situación en la propia UE ha cambiado. Con la incorporación de nuevos miembros, la consumación del Brexit, y la nueva configuración del reparto de poderes dentro de la UE, esa disfuncionalidad del eje del Sur ha dejado de ser una mera rémora para empezar a constituirse en un riesgo estratégico de primer orden para ambos países. En efecto, con el Reino Unido en la Unión, la potencia del eje francoalemán quedaba compensado con el papel equilibrador -y molesto, todo hay que decirlo- de los británicos. España e Italia, en esa configuración tripolar, se movían bien entre las “rendijas” del trípode para hacer valer sus intereses estratégicos. Con la salida del Reino Unido, ambos países deberían ser conscientes de que es necesario equilibrar la hegemonía del eje francoalemán, pues si bien este es muy importante para el funcionamiento de la Unión, un peso excesivo puede perturbar su arquitectura.

La relevancia de un eje del Sur bien consolidado podría, además, proyectarse más allá de Europa. No olvidemos que Italia pertenece al G7, club al que España ya no puede aspirar y que, con las tensiones geopolíticas emergentes en torno a Rusia y China, va a jugar un papel importante y complementario al del G20. España podría aportar a ese foro, a través del eje hispano-italiano, la conexión iberoamericana, donde nuestro país juega con ventajas evidentes, mientras que las autoridades francoalemanas se encuentran fuera de su terreno natural.

En definitiva, estoy convencido de que España e Italia deben replantearse sus relaciones bilaterales para insuflar una mayor ambición a las mismas. Ambos países deben ser capaces de abandonar visiones mezquinas y cortoplacistas, para así transformar esa afinidad natural en una fuerza motora que haga que la voz del Sur se escuche y se valore en Europa y en el resto del mundo.

José María Roldán, presidente de la AEB

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